“ El vengador enmascarado ” por Rudy Wiedmaier
Me despierto lenta y plácidamente al sentir un agradable rayo de luz sobre mi cara, me estiro como un cachorro feliz y escucho a mi madre que prepara el desayuno en la cocina, esta mañana de verano de 1968, mientras se oye en la radio la voz del conductor de su programa favorito, dando un mensaje publicitario:“ Las mejores creaciones de la moda las encontrará en Rose Marie Reid, en su dirección tradicional de calle Puente 340 “.Me llama la atención el nombre de la calle :“ Puente” –pienso- “ porqué una calle se llama así, si un puente es otra cosa “. Pero bueno, sólo tengo cinco años y suelo hacerme preguntas de todo tipo, a cada rato. Como por ejemplo, porqué mi programa de radio predilecto se llama “ La tercera oreja “.Lo escuchamos cada noche con mis hermanos antes de dormir y en el silencio del campo de Til-til, donde sólo los grillos o el ladrido de algún perro a la distancia son el telón de fondo en el que se sostienen las historias fantásticas del radioteatro aquel, legendario de la radiofonía chilena. La radio…esa luz de éter que añoramos y que hemos visto convertirse en una cacofonía del absurdo publicitario y habitada por conductores histéricos ansiosos de fama. Qué lejos se siente el eco de aquellos gloriosos “días de radio “.Las emisoras históricas de nuestro país: Radio Minería-pionera- con sus programas emblemáticos: “ Radiomanía “, “ El Reporter Esso “, radio Portales, y sus radioteatros magistrales en las décadas de los sesenta y setenta:
“ El siniestro Doctor Mortis “ con el gran Juan Marino, “ Lo que cuenta el viento “ escrito y dirigido por Christie Brand, radio Magallanes, Balmaceda, Chilena , Nuevo Mundo…Locutores y comentaristas memorables: Raúl Matas, Alodia Corral, Pepe Abad, Sergio Silva, Patricio Varela, Tito Mundt, Ricardo García, Julio Martínez, por nombrar algunos. Cuando la radio era un lugar de imaginación, entretención y, sobretodo, un espacio de encuentro social de nuestro querido Chile, ese Chile que, a ratos, aparece desdibujado en su identidad y en los colores de su alma. Cuando éramos otro país, cuando la vida se mostraba plena de futuros y caminos y sonidos nuevos. Antes del desorden.
La película “Días de radio “ ( 1987 ) obra maestra y subvalorada de Woody Allen es un retrato nostálgico, de época e infancia que narra en primera persona , las vivencias de un niño judío de Brooklyn en plena época de oro de la radio en Norteamérica: los años cuarenta. La música maravillosa de Glenn Miller Band, las historias de superhéroes, la crónica rosa de alta sociedad, los concursos y programas deportivos son la programación diaria que reúne frente al receptor a ésta familia de clase media baja, que vive como propios los relatos que la caja mágica les trae. Son días de guerra y de esperanza también de tiempos mejores, en los que la luz del dial alienta la promesa de un mundo distinto y más humano, días en que miles de familias esperan a sus hijos de regreso del frente de combate:
( “… había un soldado regresando intacto, intacto del frío mortal de la guerra, intacto de flores de horror en su cuarto “, Silvio Rodríguez ), días de una época irrepetible como, finalmente, lo son todas las de la infancia. Todos venimos de algún naufragio aunque no lo sepamos.
El niño que relata la historia- el mismo Allen, seguramente-espera ansioso cada capítulo de su radioteatro favorito: “ El vengador enmascarado “mientras asiste a las ridículas discusiones de sus padres y tías.
Estoy en mi casa natal una tarde de invierno, aburrido. Veo a mi padre encorvado y concentrado en una tarea eléctrica, sentado en una silla, sostiene entre sus manos un circuito extraño que me llama la atención fulminantemente, cuando me acerco y le pregunto de qué se trata, como es su costumbre, sin mirarme y secamente me contesta. “ es una radio galena “, lo que sólo contribuye a aumentar más mi curiosidad. Los días posteriores acudiré a observar cada detalle de su trabajo hasta, maravillado, ver cómo esa estructura termina por convertirse en una voz que surge de un pequeño parlante que él, meticulosamente, como siempre, ha instalado en una caja de madera.
Con cierta altanería, me mira sonriente y comprueba el éxito de sus cálculos y operaciones: ha logrado construir una radio galena ( un receptor que emplea un cristal semiconductor de sulfuro de plomo ), escucharemos la señal AM en los meses siguientes y será otro de los ingenios de mi viejo, herencia de sus genes alemanes, seguramente y tema de conversación recurrente con sus amigos .
Y todo esto ocurre a miles de kilómetros de distancia del corazón. Mi hermano, aún lo veo con su pequeña radio portátil, escuchando los partidos del Colo, los días domingo cuando vuelvo del río, le hago una seña al verlo sentado en el corredor de nuestra casa, todavía lo veo levantar la mano y replicar el gesto. Estoy a miles de kilómetros de esa época, me alejo cada vez más como una voz que se pierde en el sinfín de las épocas, como una voz que se extravía de si misma y que no se resigna al eco de su propia historia. La de los días irrecuperables y la atroz nostalgia de voces y sueños perdidos para siempre. Una canción nos devuelve el aire de días lejanos, no puede retrotraer el tiempo- ese vengador enmascarado- ni recuperar a los que amamos alguna vez, seres y paisajes, pero logra, quizá por un segundo, entregarnos la ilusión de lo eterno. Y ahí está la vieja radio, como un pariente extraño con su ojo de cristal y la rueda que controla el dial, metáfora de los ciclos de la vida, viaje y retorno, una y otra y otra vez…Escucho el hit de Buggles de 1979 “ El video mató a las estrellas de radio “…
El vídeo mató a la estrella de la radio
El vídeo mató a la estrella de la radio Llegaron las fotos y te
rompieron el corazón
Y ahora nos encontramos en un estudio
abandonado
Escuchamos el playback y parece de hace tanto tiempo
Y tú recuerdas a dónde iban los tintineos
Fuiste el primero
Fuiste el último
Y me acuerdo de ese mediodía que dejé mi casa natal para siempre, un día del año76, cuando mi madre decidió venderla. Salimos caminando en dirección a la estación de trenes, miré hacia atrás y vi el viejo portón rojo, que se abría a los dos senderos que conducían a mi casa, salimos caminando, como huérfanos de un paraíso, sin saber de los años y amores y dolores que vendrían y cuánto extrañaría aquellos veranos inolvidables. Sé que cuando llegamos a la estación, en una radio a pilas de algún pasajero, sonaba una canción que ya no recuerdo.
Como hermano menor, fui el primero en subir al tren y el último en bajar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario