El poeta, la niña y las uvas del
verano ( por Rudy Wiedmaier )
Leo una entrevista
al poeta y fotógrafo Claudio Bertoni, en la que se refiere a su último libro “ Adios ” y en el que trata el tema del
abandono amoroso, asunto que poéticamente vuelve una y otra vez a su obra y, al
parecer, a su vida. Sólo que, según palabras del autor, con los años y el peso
de la vejez una derrota amorosa acrecienta absolutamente la hondura
existencial, el sinsentido de la vida y el desconcierto frente a la proximidad
de la muerte.
Todos estos,
asuntos cruciales en la vida de una persona y más aún, en la de un creador.
Debo haber tenido
doce años cuando una tarde de verano, en mi casa natal de Til-til se escuchó el
sonido de la campana que, instalada en el portón rojo, a unos cuarenta metros
de la casa, anunciaba la llegada de algún visitante.
Para sorpresa de mi
madre, se trataba de un conocido de la familia que desde Santiago, venía a
proponerle un negocio relacionado con explotación de minerales.
Al bajar del
vehículo, me dí cuenta que el sujeto no venía solo. De la puerta del copiloto
bajó la criatura más bella que yo había visto hasta entonces: una niña de
alrededor de 14 años, pelo castaño, un vestido con flores, sonrisa tímida y una
mirada que me dejó petrificado en el acto. Dada mi condición de niño pueblerino
y solitario, no pude balbucear palabra alguna. Todo mi cuerpo se tornó rígido y
atolondrado, junto a un leve sudor que comenzaba a aparecer. El corazón latía
apresurado.
Después de las
presentaciones habituales y donde me enteré que la niña era la hija del señor
ingeniero aquel, pasamos a la casa a tomar un refresco o comer algunas tunas
muy heladas que acostumbrábamos dejar en un balde al fondo de la noria y que
era nuestra habitual manera de agasajar a algún invitado, en esos calurosos
veranos de mi tierra de nunca jamás. Las palabras preliminares y anecdóticas,
luego dieron paso a la negociación que era el motivo de aquella visita. Mi
madre entonces, me dijo que le mostrara parte del fundo “ Los Molinos ” a tan linda
visita, ya que nos aburriríamos estando allí en conversaciones “ de grandes ”, con lo cual me dejó en
una posición incómoda y de la cual debía salir airoso. - “ Vayan a jugar por ahí ”, me
señaló mi madre, categórica.
Salimos al corredor
de la casa y fue cuando le pregunté a la niña, si quería conocer mis lugares
favoritos, ante lo cual ella, citadina, me respondió con un entusiasta: “ Claro que sí !!! ”.
Entonces, nuestra
aventura comenzó:
Primero, fuimos a ver a los conejos que
estaban a unos metros, al costado de la casa, pequeños y grandes, eléctricos y
divertidos, mascando sus zanahorias brillantes. Ella reía como si la vida
explotara en multicolores formas. Luego, le mostré mi escondite secreto, en lo
alto de un árbol, en el que yo había instalado camufladamente una escalera,
desde allí, teníamos la mejor panorámica del lugar. Al momento siguiente, nos
encontrábamos en la higuera del fondo, un lugar alejado de la casa, a los pies
del cerro de atrás y en el que se decía, aparecía el diablo. Ella me miraba,
abriendo sus bellos ojos verdes, mientras mordía un durazno recién cortado.
Después corríamos, desaforados, al pasar frente al granero y a las dos marcas
que en lo alto se veían y que eran obra-según decían todos-del mismo Lucifer,
así que no había que permanecer allí.
Al rato, nos
encontrábamos en los almendros del fondo y bajo los cuales, se rumoreaba, se
encontraba un tesoro imposible de encontrar ya que, en noches de luna llena, se
escuchaba el ruido del cofre moviéndose bajo tierra para cambiar su ubicación y
despistar así, a los buscadores de oro. Ella me miraba y asentía, ésta vez,
mientras comía nerviosa y excitada un racimo de uva rosa recién sacado del
parrón. La luz de media tarde se sumergió entonces, en sus labios de
maravillosa flor. Y después de bañarnos en el río, fuimos a la noria y
asomándonos en ella, vimos las pequeñas ranas en el fondo y temblando, nuestros
rostros adolescentes reflejados allí también. Y luego corrimos y corrimos, riendo,
hasta caer exhaustos de aventura, de aventura, vida y dulzura, esa tarde de
verano, abrazados en el pasto, besándonos ansiosos y emocionados como si
supiéramos que la vida se nos iría tan velozmente, como esa tarde que se extinguía
frente a nuestros deslumbrados ojos por el fuego del amor.
Y luego ocurrió lo
inevitable. La despedida en el portón, un abrazo disimulado, el comentario de
su padre: “ Lo pasaron bien los niños, parece…”, el ruido
del motor, el rostro de ella mirando hacia atrás, su mano en gesto de adiós. Y
el silencio que rodea a todas las despedidas.
Este verano
escribo. Tarea inútil-a decir del poeta Bertoni-
pero inevitable.
“ Escribo porque me alivia ” señala
él, honestamente. Yo le digo, poeta:
A mi también me
alivia. Del dolor de los días perdidos, de los amores que nos dejaron, de la
infancia irrecuperable, de las uvas de ese verano que se fue para siempre. Y de
la tristeza que sentí aquella tarde, mientras el Chevrolet 76 se alejaba por el
camino polvoriento y que aún siento, a cierta hora del día, cuando el sol comienza
a esconderse y una leve brisa de otoño ya se empieza a sentir.
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